CORRIDA DE TOROS EN LA UCSG

Rafaé "EL GUAGUA DE LOS BORDADOS" en Plena Faena

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Rafaé, “El Güagüa de los Bordados”, era un matador de escasa trayectoria. Su carrera, sin embargo, había sido fulgurante. Nunca pasó por el necesario aprendizaje como novillero, pero paseaba su palmito por diferentes plazas de pueblo cada sábado, donde su espectáculo taurino era apreciado, por novedoso. Siempre llegaba a la plaza acompañado de su cuadrilla de banderilleros, picadores, rejoneadores, monosabios y sobresalientes.

Sus pequeños triunfos de público eran siempre eclipsados por enormes fracasos de crítica. Faenas aparentemente bien trabajadas en capote, se le estropeaban en muleta, o terminaban en infelices estocadas en hueso, casi siempre por culpa del propio "mataor" que estropeaba la tarde con malos gestos taurinos.

Contentos con el éxito de público, nadie en su cuadrilla se molestaba en contradecirle puntualizando los clamorosos errores que su técnica hosca y poco bregada ocasionaba. Se limitaban a asentir cuando el torero le echaba la culpa a la mansedumbre del animal, al viento, al traje de luces, o al sol.

La temporada iba bien, pero Rafaé quería darle un impulso. Necesitaba dejar el circuito de las plazas rurales y conseguir un triunfo sonoro en un coso de prestigio. Una puerta grande con dos orejas y rabo. Para ello, su representante consiguió, tras muchas gestiones, una novillada en el coso de la UCSG Una plaza de altura, con expertos taurinos en las gradas y burladeros. Al Güagüa de los Bordados le gustó la idea de un triunfo en casa. La repercusión mediática sería el trampolín que necesitaba su carrera para asumir de una vez su papel de estrella del toreo. Necesitaba garantizar un triunfo aplastante, sin paliativos. Por eso, en vez de lidiar toros, se aseguró un combate desigual con novillos de escaso trapío, aunque procedentes, eso sí, de ganaderías de tradición y apellidos ilustres.

Quería una plaza llena y entregada, cualquier pito discordante ensombrecería la mañana. Así que se aseguró desde temprano en llenar el coso con incondicionales, siempre dispuestos a disfrutar de un espectáculo con sanduche y cola incluido, traídos desde provincias aledañas. Vestido de verde y oro, Rafaé comenzó la faena confiado, invitando a los novillos a entrar a la arena. Se le veía cómodo. Tal y como esperaba, los novillos no tenían el peso de un toro adulto y los manejaba con soltura. El público, sin embargo, no respondía con suficiente entusiasmo y al primer asomo de bostezos, mandó entrar a los banderilleros para estimular el bravío de los astados. Y allí llegaron, en su habitual traje gris camuflaje, dispuestos a clavarlas en todo lo alto.

Los novillos, enervados por los puyazos embestían con más fiereza, pero el público seguía queriendo que el matador se arrimara más. Entró el picador, un tal Anthony “El Gordo” Villamar, luciendo su excesivamente ceñido corpiño verde limonero, a repartir puyazos a diestro y siniestro. Los novillos reaccionaron con más bravío y el público, entusiasmado, pedía más. Querían ver a su ídolo arrimándose, metiendo el cuerpo entre las astas, rematando la faena, pero el torero, sintiendo el aliento del animal, reculó acobardado pidiendo que fueran los sobresalientes los que terminaran la faena por él. Tuvo que abandonar la plaza entre abucheos.

El torero sabía a qué plaza iba. Conocía perfectamente que ganadería pasea por ese pastizal. Sabía también que está en la naturaleza del toro entrar al trapo.

El espectáculo taurino es un combate desigual, donde el toro tiene siempre las de perder. Precisamente por eso, de forma intencional, organizó la corrida. Por eso insistió en el castigo. Por eso sigue intentando sacar partido de la situación. Lo que no parece saber es que a veces, en contadas ocasiones, muy de cuando en cuando, el toro triunfa.

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