Escucha este Artículo en Audio
Erase una vez
Quesolandia, la aldea de un pueblo amable y laborioso, que dedicaba todos sus esfuerzos a la
fabricación de queso. Sus alegres moradores eran
personas bondadosas que no le deseaban ningún mal a nadie. Todos aportaban con alegría, en mayor o menor medida, y
juntaban sus mejores esfuerzos en hacer un queso enorme que luego vendían a los habitantes de aldeas vecinas y remotas. Los Quesolandeses que más aportaban, más ganaban, y a todo el mundo le parecía justo.
El sabroso queso de la aldea era
muy apreciado por los aldeanos de otras latitudes quienes no dudaban en ofrecer sus productos a cambio de un pedazo de tan suculenta delicia.
A los Quesolandeses
les resultaba muy sencillo hacer su queso. Tenían unas
vacas especiales que sólo vivían en Quesolandia y que parecían tener una inagotable producción de leche. El extraordinario queso de Quesolandia era tan delicioso y apreciado, que los Quesolandeses
jamás se preocuparon de hacer otra cosa que no fuera el exquisito queso.
Sin embargo, no todo era felicidad en Quesolandia. Para administrar con prudencia su apreciado producto,
habían contratado a unas ratas.
¿Quién mejor que unas expertas en queso, para administrarlo?, pensaron con mucho sentido común. A cambio de tan necesarios servicios, los aldeanos cedían a estos animales, que
no colaboraban con la creación del queso, una parte del mismo, confiados en que recibirían a cambio, tal y como prometían las grises ratas, una
sabia gestión de sus reservas queseras que atraería, con el tiempo,
enormes réditos para Quesolandia.
Algunos quesolandeses percibieron que
las ratas disfrutaban de enormes privilegios y cogían pedazos de queso a su libre albedrío cada vez que les provocaba. Cuando reclamaron por ello, las ratas se justificaron diciendo que
su trabajo era excesivamente importante y beneficioso para Quesolandia y que resultaba imprescindible que ellas actuaran así para que el hambre no distrajera su atención de tan nobles propósitos administrativos.
Otros quesolandeses, a los que les disgustaba contemplar cómo
algunos de sus vecinos lograban con facilidad producir más queso que ellos y disfrutaban, por tanto, de ciertas comodidades que, su pericia quesera, les proporcionaba, vieron que resultaba más sencillo
convencer al puñado de ratas para que éstas les concedieran importantes pedazos de queso a cambio de favores y servicios. Las ratas apreciaban una buena
rascada de nalga, desparasitaciones, baños turcos, y
disfrutaban con mucho agrado la buena música.
El éxito de estos quesolandeses arrimados a las ratas hizo que cada día más y más quesolandeses se preocuparan por juntarse con ellos para
ver la manera en que las ratas o sus allegados podían beneficiarles. El contingente ciudadano dispuesto a seguir aportando con su producción de queso, se hacía cada vez más reducido. En el lado contrario, el número de los quesolandeses apuntados a la función administrativa de Quesolandia crecía cada día.
Se había generado la clase de los Quesócratas.
Cuando uno de los productores de queso quiso alzar la voz de protesta ante lo que consideraba un abuso excesivo de las ratas y sus allegados, los
quesócratas le dijeron que
Quesolandia era una democracia y que, si quería cambiar cualquier cosa de su administración, debía presentar su candidatura en las próximas elecciones.
Demócrata, como era, el quesero se presentó a las elecciones, pero pronto se percató que
las ratas y sus allegados eran muchos más que los que pensaban como él, y, como era lógico, perdió.
Las ratas vieron, con enorme satisfacción, que el sistema les resultaba escandalosamente rentable, así que se ocuparon de mantener a los quesolandeses en permanente estado electoral.
Los productores de queso no podían mejorar sus fábricas pues la presión fiscal y las trabas que
las ratas y los quesócratas les ponían para evitar que adquirieran poder económico, se lo impedía. Sus métodos de producción, ante la imposibilidad de inversión, no tardaron en quedar obsoletos. No obstante, todavía
les quedaba la ventaja de disponer de las fabulosas vacas quesolandesas, únicas capaces de producir la sabrosísima leche imprescindible para producir el derivado lácteo.
La situación en Quesolandia, sin embargo, empeoraba cada año. Muchos de sus pobladores no salían de la pobreza y empezaron a
reclamarles a las ratas, cada día más gordas y ociosas, por la precariedad de su situación. Sin embargo,
los roedores habían armado tal maraña legal, que resultaba imposible deshacerse de ellos.
Por si fuera poca la desgracia, todo empeoró cuando los habitantes de otras aldeas cambiaron sus gustos. No es que dejaran de apreciar el buen queso quesolandés, ni mucho menos, pero preferían disponer de
más variedades y comenzaron a apreciar quesos ahumados, más grasos, menos grasos, más maduros, más frescos, menos especiados, o con otras especias.
Otros, incluso, cambiaron enteramente el consumo de queso, y descubrieron las cuajadas, los yogures, las cremas, los condensados, y otros derivados que les aportaban tanto o más calcio que el Queso de Quesolandia. Aparecieron, también, quesos sin leche, hechos de soya y extraños químicos macrobióticos, que también encontraron su nicho en el mercado que antaño atendía Quesolandia.
Ni que decir tiene, que
estos eventos agravaron la ya de por sí empobrecida economía quesolandesa. Con el tiempo, esto llegó a afectar a
los arrimados más alejados del núcleo de las ratas y una parte importante de estos se unió al grupo de los disconformes con la situación.
A nadie le extrañó, entonces, cuando,
un joven Quesolandés, de verbo fácil, preparado en el exterior y con unos recursos extrañamente inagotables para financiar su campaña electoral, calara hondo en el sentir popular. A la gente le agradó que el joven coincidiera con su apreciación de que
la culpa de su desgracia económica era de las ratas, a quien llamaba
ratocracia y de algunos productores explotadores, acaparadores que nunca quisieron compartir su secreto sobre como producir queso en mayor cantidad que el resto. A estos últimos los llamaba despectivamente
peluquesos fermentadores de miseria.
A todos convenció, además, de que tenía
una flauta del siglo XXI capaz de acabar, de una vez, con la ratocracia y los peluquesos y repartir el queso entre sus legítimos dueños: los pobres de Quesolandia.
No fue extraño, entonces, que
el vigoroso flautista ganara las elecciones.
A algunos extrañó que, al inicio de su mandato,
intentara negociar con unas ratas secundarias, de medio pelo, invitándolas a comer y regalándolas unos
lucidos manteles al efecto, pero el flautista tocó su flauta, y los buenos quesolandeses se olvidaron del tema.
Si que resultó curioso que
uno de los ayudantes del flautista apareciera en un video negociando prebendas que a todas luces se interpretaban como
devolución de favores pasados, con unos
misteriosos aldeanos de una aldea también gobernada por un
flautista, amigo del de Quesolandia, algo más gordo y hosco, pero igual de hábil con la flauta en la boca. El flautista tocaba su melodía, y todo parecía esfumarse.
Con tal herramienta, resultó sencillo que el Flautista convenciera a todos de la
conveniencia de hacer unas leyes supremas que le permitieran acumular el poder necesario para permitirle cumplir todo lo que prometió.
Sin esas leyes, dijo, no me será posible cumplir las promesas. El pueblo, atolondrado con el sonido de la flauta, concedió su deseo al flautista y
eligió a quienes el músico había dispuesto para tal efecto, como redactores de las nuevas leyes.
Cómo sucedió en el pasado, el carácter curioso de algunos quesolandeses, les hizo cuestionar algunos de
los métodos que usaba el flautista, y sobre todo, el contenido
excesivamente concentrador de poder y centralista de los textos de las nuevas leyes. Tampoco veían bien como los
asesores de comunicación del flautista metían mano al queso para gastar y gastar en
confundir la opinión de los Quesolandeses apuntándose méritos y colgándose medallitas cada vez y cuando. Estas objeciones enervaban al flautista, que pronto presentó un
carácter agresivo, soez y procaz, que le llevó a insultar a todos aquellos que osaban cuestionarle. Cuando otros le preguntaban por
errores obvios que afectaban la economía, acostumbraba siempre a echarle la culpa a cualquiera que no fuera él, e insistía en que necesitaba las leyes supremas para poder consolidar sus promesas. Soplaba y soplaba su flauta, pero
algunos quesolandeses parecían haber adquirido cierto disgusto por la melodía que de tanto repetirse, comenzaba a resultar
tediosa y vulgar.
Entonces, con un golpe de efecto,
acabó con unas cuantas ratas de las más visibles e incautó los bienes de unos
peluquesos estafadores muy conocidos. El recelo de algunos indecisos desapareció.
“Este es el flautista que necesitamos, no nos hemos equivocado”, pensaron con satisfacción.
Ya no parecía importarles que el flautista
reciclara algunas de las ratas y las pusiera a custodiar el queso. Tampoco importaba que, si bien el número de ratas había disminuido,
las que quedaron se hacían cada vez más gordas y sarnosas. De nada sirvió que muchos denunciaran que el flautista estaba proponiendo
aumentar la cantidad de quesócratas improductivos lo cual iba en clara oposición al sentido común. Pocos hicieron caso cuando se les advirtió que
el modelo de administración del flautista había fracasado allí donde se había impuesto, que
sólo traía pobreza y que,
invariablemente, derivaba en autoritarismo y recorte de derechos ciudadanos.
“Eso habrá sido en otros lados”, respondían airados,
“nuestro flautista nunca hará eso.”
Nadie prestó atención cuando una rata encargada de la economía anunció que el pedazo de queso necesario para labores de administración y gobierno iba a ser
50% superior al ya gigantesco pedazo que las ratas viejas se reservaban en el pasado. El flautista tocaba la flauta, y todo se olvidaba.
Con el tiempo
el queso se fue reduciendo. El flautista y sus ratas le
echaban la culpa del desastre a los peluquesos y a las ratas del pasado, que poco o nada tenían que ver ya con
la nueva flautocracia y las adiposas ratas del flautismo.
El flautista intentaba
ocultar su incompetencia tocando más y más la flauta, pero eso, cómo era de esperar, no hacía crecer el queso que, inexorablemente, disminuía su tamaño. Entonces, el flautista declaró tener la solución.
La culpa era de las vacas, que suponían una camisa de fuerza para sus propósitos generadores de riqueza, ya que
comían demasiado pasto y no le permitían introducir en el país
una nueva vaca regional que
el flautista gordo amigo suyo, y otro, de curioso corte de pelo y
algo más pánfilo y lerdo que los demás, que
malgobernaba en otra aldea, habían engendrado mutando el ADN de ciertas v
acas famélicas y huesudas que manejaban en sus países. El resultado para Quesolandia, como no podía ser de otra manera, resultó nefasto.
Cuando, por fin, los buenos quesolandeses
se hicieron inmunes al sonido escopolamínico de la flauta, se dieron cuenta que era demasiado tarde:
ya no tenían ni queso, ni vacas.
Lo más grave, sin embargo, era que se habían transformado:
de ser gente laboriosa y noble que no deseaba ningún mal a nadie, se convirtieron en expertos en haraganería clientelista, sin oficio ni beneficio, que además odiaba de forma violenta y absurda a todos aquellos que tuvieran un centavo más que ellos mismos.
Cuando quisieron enfocar ese odio hacia el flautista, éste había volado a
una isla caribeña donde se refugió junto con
su amigo el gordo y el
zoquete del flequillo gracioso.